Volar

Miro la puerta. Es blanca, lisa, sin relieve. A simple vista, parece una puerta normal y corriente. Pero, ¿a quién le interesa lo que parece? Lo que importa es lo que es. Y es que Alejandro me espera al otro lado y sé demasiado bien lo que voy a encontrar. En un arranque de valor, abro la puerta en un chirrido. Me asomo y le veo. Está en la cama, con los ojos cerrados, quiero pensar que está dormido, plácidamente dormido. Alejandro descansa como un gran árbol, con sus raíces bien ancladas en la tierra. Pero interiormente, sé y lamento que se prepara para volar. 

           Me acerco lentamente, paso a paso, superando una barrera tras otra que van sumando peso sobre mis hombros, que me van encorvando la espalda cada vez más. Le rozo la mano, está fría, blanca. Noto un movimiento y Alejandro abre los ojos. Me mira e intenta sonreír, pero la mascarilla que le tapa la boca me impide ver sus labios. Levanta una mano y se toca la cabeza desnuda, le pregunto si necesita algo, me dice que no. Retengo las lágrimas, sé cuál es el desenlace, pero me aferro a su mano como si fuera un ancla en medio de un turbulento mar que intenta arrastrarme consigo.

Mientras le acaricio la mano, le hablo de Soraya. Le cuento el noviazgo de nuestra hija, su primer amor. A él se le abultan la mejillas insinuando una expresión de ternura y nostalgia. De sus ojos brota una gota de emociones concentradas, se la seco con el pulgar. Después de tantos años juntos, ha llegado el momento de que un miembro de la familia vuele del nido. Eso fue lo que me dijo él cuando me dio la noticia de que pasaría esto lo que está pasando ahora. Entonces derramé muchas  lágrimas, pero aún así, sé que todavía no se han acabado.

Nos quedamos quietos, cada uno perdido en los ojos del otro, hasta que llega una enfermera con Soraya detrás. Ella se muestra dubitativa, pero avanza unos pasos y coge a su padre de la mano que yo no sostengo. Le hablamos mucho. Pero no decimos nada. Cuando su mano deja de hacer presión, le soltamos en medio de una brumosa niebla. Pero nos quedamos ahí.

Entran enfermeros y dicen algo, pero no los escuchamos. Al cabo de horas, días o siglos, acabamos por salir. Las dos juntas, cogidas del brazo. No lloramos, ya lo lloramos antes. Miramos al frente y continuamos caminando por ese largo, largo pasillo…

2º Premio Juvenil del IX Certamen de Relatos «Cáncer y Calidad de vida»