Lagartos voladores

El silencio. Una vez escuché decir a una persona que era el preludio del caos. Pero aquí dentro, en esta habitación cerrada, con tanta gente acurrucada, pienso que el silencio es el caos mismo. Los rostros aterrados que me rodean cierran fuertemente los ojos al sentir el temblor de una nueva detonación. Al abrirlos, parecen algo decepcionados, como si hubiesen esperado despertar de una vívida pesadilla. 

Sus pálidos nudillos muestran impotencia. Porque una semana antes habían estado junto sus familias, teniendo una vida normal, paseando por el parque del barrio, quedando con los amigos, abrazando a sus hijos. En esos felices momentos no hubieron imaginado que ahora estarían en este lugar, cubiertos con mantas y pensando si sobrevivirían al amanecer. 

La sala vuelve a temblar, esta vez mucho más violentamente que antes. La gente suelta exclamaciones ahogadas. Un bebé estalla en sollozos. Se abrazan, buscando refugio en los brazos de los seres queridos que han podido traer consigo. Sin embargo, mis ojos y mis pensamientos se dirigen a una figura sentada con las rodillas pegadas al pecho en una esquina y con los ojos fijos en el polvoriento suelo. 

Entorno los ojos tratando de identificarle. Tiene el cabello rubio oscuro y unos ojos claros brillantes. Es joven, tal vez de unos veintipocos años, y en esa postura parece muy pequeño e invisible, como si se mimetizara con el entorno. Sin pensarlo demasiado, me acerco a él y me siento a su lado en silencio. Le paso una mano por los hombros y él se deja hacer, apoyando su cabeza en mí. Los que estamos solos tenemos que unirnos. Si no, ¿en quién nos apoyaríamos?

Yo tenía una casa, estaba haciendo una carrera, tenía abuelos, padres, hermanos. Mis abuelos no se querían ir de su casa a pesar de la guerra. Mi padre y mis hermanos comenzaron a ayudar a los de la resistencia, y se los llevaron a una zona más conflictiva. Mi madre había vuelto a Polonia, donde nació, a insistencia de mi padre y hermanos. Yo… cuando me dijeron que también debía ir con ella, les dije que lo haría. Pero me quedé. Casi había terminado la carrera de medicina, no podía evitar pensar que tal vez yo sirviera de algo. De momento, no he podido hacer nada más que correr al refugio cuando suena la sirena. Pero si intento salir de la ciudad, ¿adónde iría? Quiero intentar servir de algo, no sentir la impotencia de saberse inútil. 

Y es que anteayer me llamó un viejo amigo de la familia y me comunicó que mis abuelos habían muerto. Que no habían podido hacer nada, que en un bombardeo que hubo en el edificio de enfrente había salido despedido un trozo de la fachada y cayó justo en el piso de mis abuelos… Y ellos estaban sentados en la mesa, comiendo.

Podría contarle todo esto al chico al que estoy abrazando. El mismo tipo que me dijo que el silencio era preludio del caos, comentó en una ocasión que contarle tus desgracias al desgraciado lo hace sentir mejor. Porque descubre que podría estar peor. Pero eso no es lo que hago. No voy a darle un “al menos” que lo reconfortaría momentáneamente. 

—Soy Natalia —susurro, más que nada para ver si está receptivo. Asiente, y aunque no dice nada, continúo—. Hace tiempo leí en un libro que hay lagartos que pueden volar, ¿imaginas? Sería como trepar a un árbol y tirarse al vacío. Parecería que todo está perdido, el suelo cada vez se acerca más, y entonces, abres los brazos y las piernas y descubres que planeas. Yo tendría unos cinco años, y me hice una pregunta: si un lagarto puede, ¿por qué yo no?

Lo observé de reojo y vi que una sonrisa comenzaba a tirar de las comisuras de sus labios. Algunas personas de nuestro alrededor me miraban, escuchando.

—El caso es que sí, lo intenté, y como podrás imaginar, acabé en el suelo, magullada y llorando. Mi madre me encontró así, sangrando por las rodillas y por las manos y con lágrimas en las mejillas. Más tarde sospeché que cuando le conté lo ocurrido entre sollozos, sus labios apretados no eran más que sus esfuerzos por no reírse. Me limpió y me cuidó hasta que tuve bien puestas las tiritas y hube dejado de llorar. Entonces me preguntó, muy seriamente si ya había perdido las ganas de volar. Contesté que sí, pensando que ella quería que contestara eso. Sin embargo, ella me dijo otra cosa. Me dijo que cuando las cosas no salieran como quería, que volviese a intentarlo más tarde, cuando ya no me duelan las heridas. Eso sí, especificó que cambie las cosas que habían fallado la primera vez. No fuese que volviera a lanzarme desde el árbol del jardín confiando en ser una superheroína adoptada por dos humildes campesinos a los que mis padres superhéroes me cedieron para no  involucrarme en alguna misión súper secreta y peligrosa.. 

El chico sonrió del todo y me miró. Sus ojos verdes se me clavaron hasta el fondo del alma y continué. 

—Volví a intentarlo. A los diecinueve años, cuando un amigo me regaló un salto en paracaídas por mi cumpleaños. Fue alucinante. Verlo todo desde tan alto, el vértigo, la adrenalina…, sentir que vuelas. Y en esa ocasión no hubo ni heridas ni lágrimas. 

Busqué la mano del chico y él me miró sorprendido, pero apretó agradecido.

—Cuando era pequeña, no pensé que fuera a lograr nunca lo que decía mi madre. ¿Cómo iba a poder volar? Con catorce años aún me lo preguntaba. Y fíjate por dónde, lo conseguí unos años más tarde. Hay cosas que —lo atravieso con la mirada—, aunque parezcan imposibles, se acaban cumpliendo. 

Sabe lo que quiero decirle. Aún así, antes de volver a abrazarlo y continuar esperando a que pase el tiempo, le susurro dos palabras. 

—Se pasará.

2º Premio Juvenil del XV Certamen literario El Vedat